Hoy nos detenemos a leer algo del escritor Eduardo Sacheri, confeso
hincha de Independiente (Allá él con ese problema).
Reconocido por sus cuentos sobre fútbol y la manera tan particular que
tiene para ver este deporte sociocultural y la simpleza con la que relata sus
escritos, Sacheri, entre el 2011 y 2013 tuvo una columna en la revista El Gráfico que ya en esa época salía de manera mensual.
En cada numero de la revista aparecía un escrito de Sacheri hablando de
diferentes aspectos del fútbol y tocando las temáticas que se emparentan con la
vida.
En la edición de agosto de 2012 Sacheri habla de Juan Román Riquelme,
quien por esos días había dejado de jugar en Boca y de ahí todas las
suspicacias del periodismo y del hincha en general para opinar sobre el caso “Riquelme”.
Sacheri en ese ejemplar se refirió también a Juan Román, pero desde su
lado. El de hincha que disfrutaba de su fútbol sin importar la camiseta, porque
al fin y al cabo, todos somos hinchas del fútbol. Después las opiniones personales por sobre como actúa, declara o decide JR son otro tema.
El último de estos últimos
Acerca de Riquelme se han escrito ríos de tinta, y se han impreso
páginas como para empapelar la patria entera. En estas últimas semanas, sin ir
más lejos, su decisión de irse de Boca se convirtió en un tema de debate
público.
Al día siguiente de la final de la Copa, contra
Corinthians, los canales de noticias exhibían, en cámara lenta, la cara que
ponía el presidente de Boca Juniors cuando se cruzaba con Riquelme, después del
partido. Y diversos periodistas especializados se convirtieron en consumados
analistas de expresiones faciales, con el objeto de determinar si la de
Angelici era cara de bronca o de desilusión, de despecho o de desprecio, de
angustia o de rabia, de pena o de incredulidad. Horas y horas de programas de
radio se dedicaron a analizar los entretelones de su decisión, sus causas y sus
consecuencias, sus antecedentes y derivaciones.
Y yo me encuentro en una
terrible disyuntiva. Tal vez los lectores hayan notado que suelo rehuirle, en
mis columnas para El Gráfico, a los temas de actualidad. No lo hago por hacerme
el difícil. Lo hago porque no soy periodista, y carezco de su capacidad para
buscar, para desmenuzar, para procesar la información. Es más: ni siquiera
tengo el cuero curtido como para aguantar los chubascos de la gente que te odia
por las opiniones que vertís en una nota. Me imagino que los periodistas están
acostumbrados al destrato cibernético de los “comentarios” en los sitios web, o
a los mensajes en las redes sociales. Yo, en mi tierna torpeza, me quedo
pensando, al leer un comentario que me defenestra… “¿Y a este… qué le hice?”.
“Zapatero a tus zapatos”, decía mi vieja cuando
yo era chico y me veía deambular por la casa, demorando el momento de sentarme
a hacer, de una vez por todas, los deberes. Pues bien, yo reconozco que no soy
zapatero en estas labores. Soy, a duras penas, un tipo al que le gusta mucho el
fútbol y le gusta escribir. Y esas dos cosas juntas confluyen acá, en estas
páginas. Y algo tengo ganas de decir, sobre Riquelme, ahora que parece que no
va a jugar más por estos lados. Por lo menos en lo inmediato. Lo que sigue es
lo que yo pienso de Juan Román Riquelme.
Cuando en una tribuna me pongo a conversar con
uno de esos hinchas viejos, que mastican su nostalgia en cualquier platea, casi
siempre se me ponen a contar de una época (“SU” época) en la que todos los
jugadores tenían buen pie, y se daban la pelota redonda unos a otros, y tiraban
lujos cuando iban ganando y cuando iban perdiendo. Tal vez el pasado fue así. O
tal vez esos viejos eligen recordar lo que les conviene, o lo que les quedó
grabado en la memoria a pura fuerza de asombro y de belleza, y por eso suponen
que el pasado fue mejor de lo que fue.
Lo cierto es que a mí me tocó otra época. Esta
época. Una época donde abundan los atletas que parecen tener ocho pulmones pero
los pies redondos. Tipos que pueden correr doce kilómetros en noventa minutos,
pero incapaces de darte un pase como la gente a cinco metros de distancia.
Tipos dotados con la agilidad de saltar un metro y medio desde el piso (y de
paso romperse la cabeza contra un rival que sabe hacer exactamente lo mismo),
pero inhábiles para anticipar el pique de un balón que viene envenenado por el
efecto. Tipos que pueden hostigar a un rival como perros que le ladran a la
rueda de un colectivo, pero que no saben cómo sacar un lateral sin tirarla a
dividir.
Este es el mundo en el que juega Riquelme. No es
un jugador exquisito en una época de exquisiteces (suponiendo, repito, que esa
época haya existido, nomás). Es un exquisito cuando casi todos han renunciado a
serlo. Un gourmet en una época de hamburguesas mal cocidas.
No voy a cometer el desatino de sostener que
Riquelme no corre. Sí que corre (y por algo el físico le viene pasando las
facturas que le viene pasando). Es posible, empero, que corra un poco menos que
esos atletas de pies chúcaros. Y suceda que Riquelme sabe tanto, pero tanto,
con la pelota y sin ella, que usa el tiempo y la velocidad ajena para lo que
necesita. No importa el pase de morondanga que le entregue un compañero.
Riquelme sabe recibir, domesticar ese balón, y poner el cuerpo. Para Riquelme
poner el cuerpo no es ir al choque, como dos energúmenos, a ver cuál termina
con más puntos de sutura. Poner el cuerpo es ubicar la pierna, y la cadera, y
el trasero, y la espalda, entre el rival y la pelota. Y mientras el rival gira
como un trompo para encontrar un resquicio, mover apenas el cuerpo, y zarandear
apenas el balón, para que su posición se mantenga inexpugnable. Y mientras hace
eso, con la displicencia y el automatismo de quien espanta moscas, Riquelme
observa y piensa. Sabe tanto con la pelota que no necesita mirarla. Y entonces
puede observar al resto. A sus compañeros y a sus rivales. A los sitios de la
cancha en los que están y en los que van a estar dentro de cinco, dentro de
seis, dentro de siete segundos, cuando Riquelme considere que es el momento y
el lugar exactos para que la cosa siga. Y ahí viene la otra parte de la magia
de Riquelme.
Mi suegro, además de tenista, era un excelente
jugador de ajedrez. Lo que más me llamaba la atención –cuando me destrozaba en
una partida- era que el tipo se anticipaba dos, tres, cuatro movidas para
decidir sus acciones. Yo, que a duras penas podía tomar una cabal dimensión del
tablero tal como estaba en el momento, me enfrentaba a alguien que sabía lo que
iba a suceder y lo que no. Un bombardero B-52 (él) contra un carrito de
rulemanes (yo). Pues bien, Riquelme, y los jugadores que son como Riquelme,
juegan así. Sabiendo no solo lo que pasa, sino lo que está a punto de pasar.
Más de una vez le escuché decir a Alejandro
Dolina –uno de los tipos más lúcidos que andan por ahí, si se me permite- que
los hombres merecen ser juzgados por sus mejores obras, no por las más
mediocres. Me parece un principio absolutamente digno. Nuestras vidas, las de
todos, la de Riquelme, la de cualquiera, están llenas de actos diversos.
Reprobables, dignos, rutinarios, lamentables, especiales, bellos, insípidos,
despreciables. Si voy a recordar a alguien… ¿qué me cuesta detenerme, sobre
todo, en lo mejor que hizo?
Yo no puedo meterme a describir, ni mucho menos
a juzgar, qué motivos tiene Riquelme para proceder como lo hace. Ni puedo decir
si hace bien, o hace mal. No soy quién para detenerme a juzgar si fue un tipo
conflictivo o armonioso, amarrete o generoso, materialista o bohemio. Si a
duras penas uno conoce a las personas con las que convive... ¿Qué puedo yo saber
del modo de ser de alguien a quien solo vi a través de una pantalla de
televisión, o a setenta metros de distancia y desde una tribuna? Mucho menos
puedo anticipar lo que será de la vida de Riquelme en el futuro.
Lo único que puedo rescatar es esto: que Riquelme
hizo de este juego del fútbol, que a mí me gusta tanto, algo más lindo que lo
que habría sido si Riquelme no hubiera jugado. Y habiendo, en el fútbol y
afuera del fútbol, tanta gente dispuesta a generar y reproducir mugre y fealdad
–basta con mirar un rato de tele, por ejemplo-, yo me quedo con eso.
Creo que existen dos clases de grandes
jugadores. Los que te provocan asombro porque nunca hacen lo que uno supone que
van a hacer. Y los que te provocan asombro porque, aunque hagan lo que uno
supone que van a hacer, no hay manera de impedírselo. Y Juan Román Riquelme es
de estos últimos. Tal vez –ojalá que no-, el último de estos últimos.
Eduardo Sacheri, revista El Gráfico, edición de agosto de 2012